domingo, 27 de octubre de 2019

Como andar en bici sin manos.


Esa noche mi cuerpo se iba hacia el tuyo; el tuyo hacia el mío.
Pero nos invadía la duda; ¿viste el temor ese que te agarra la primera vez que soltás las manos y la bici empieza a temblar? Así.
Lo había intentado muchas veces pero no lo lograba.  
Los bondis eran fantasmas ensordecedores. Los autos esas sombras que no te dejan ser. 
¡Ahora sí!, me decía a mi misma, vos podés; primero una mano, ahora la otra, de a poco dedo por dedo y... ¡saamm! pasaba un camión, volvía como garrapata al manubrio.
Tengo la casa sola me dijo; y fue el impulso.
Al compás de la música que salía de mis auriculares, me solté y ponía mi atención primero en los pies, después en tu boca carnosa .
El viento de la primavera me pegaba en la cara, volaba mi camisa y yo me sentía lista, confiada, deseosa de vos.
Ahora, los bondis eran pájaros libres y los autos flores que adornaban el paisaje. Así debe ser la sensación de flotar sin esfuerzo, pensé.
Entendí la clave de lo que estaba pasando. En aquellos instantes remotos, solo consideraba mis caderas; faltaba poco para que el centro de atención se traslade a las tuyas. 
Es como en la bici, cuando la confianza te deja desenlazar la manos.
Esa tarde, la del viento primaveral, volví a vos. La letra de la canción decía: hay que girar el suelo, vamos a habitar lo nuevo. ¿Presagio de lo que iba a suceder o poesía de la ineludible realidad?    

lunes, 17 de junio de 2019

Leona, de Claudia Masin.

Las mujeres enfrentamos en la niñez un pozo
profundísimo, parecido a los cráteres que deja un bombardeo,
e indefectiblemente caemos desde una altura
que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna
sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido,
que no hubo tal caída, que todas las mujeres exageran.
Lleva una vida completa poder decir: esto ha pasado,
fui dañada, acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia.
Muy temprano el miedo es rociado como un veneno
sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas,
en nada necesarias, capaces de comerse en pocos días
la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aun así, siempre quedan
algunos brotes vivos, porque quien combate a esas plantas
que se van en vicio, después de un tiempo ya tiene suficiente,
de puro saciado se retira del campo baldío y a veces
les perdona la vida y se va antes
de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas,
las casas convertidas en una armazón de palos
y hierros podridos, que aun restauradas nunca podrían
volver a ser las mismas. La compasión, claro, es otra cosa:
no se trata de saquear una tierra con tal ferocidad
que lo que queda, de tan malogrado, ya no sirve
ni como alimento ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando
lo que no suele llegar: la compañía del hermano
que no tenga terror a lo desconocido, a lo sensible.
No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese que elija caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo
para marcar a fuego la espalda de la hermana,
la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño,
ella a sufrirlo y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto
y el hermano lo sufre, tan malherido
como la mujer a la que él debería lastimar.
El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera
justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para que sea más fácil desangrarse que poder escapar.

Foca

                La que no sabe aullar, no encontrará su manada. 
                                                         Clarissa Pinkola Estés.

Después de haberse encontrado perdida,
vuelve a casa.

Vuelve a casa,
la foca que han mantenido en cautiverio
y que ahora un poco perdida
regresa a su hábitat.

Libre de que la quieran,
amaestrar en comportamiento inútiles,
aquellos de los que solo disfruta el dueño del circo,
mientras la ven sufrir los de las gradas
sin decir nada.

En el mar, se da cuenta.
Supo también disfrutar
del cautiverio en el que no tenía que salir a cazar.
Estaban servidos los peces
pero en una mesa que no era suya,
sola,
sin la manada.

Vuelve a nadar con la experiencia.
Ya saben cómo huelen los barcos piratas.
Sabe como se siente estar cerca de las redes de caza.
Desnuda, lejos del alma,
igualmente hoy, más cerca de encontrarla.

Un poco de aire

La poesía vuelve a mí en momentos desgarradores,
de pecho acorralado.
No se, en verdad, si yo la busco
o ella a mí.

Sin embargo creo que no puedo escribirla
que no tengo el tiempo
que saldrán palabras ridículas
trilladas
de mujer en rabia.

De igual forma la hago,
es mi manera de sentir
que entra un poco de aire al cuerpo,
mientras escupo lamentos.