domingo, 26 de marzo de 2017

100 años

Sombrías, silenciosas y frías estaban las Iglesias; los sacerdotes habían desaparecido. No había popes para oficiar en el funeral rojo, no había sacramento para los muertos, ni se dirían oraciones sobre la tumba de los blasfemos.
Por todas las calles que confluían en la Plaza Roja se acercaban torrentes de gente, miles tras miles de seres, todos con la apariencia de los pobres y los trabajadores. Una banda militar venía cantando La Internacional, y espontáneamente el canto se apoderó de la multitud.
Desde lo alto de la muralla del Kremlin colgaban hacia el suelo gigantescas banderas rojas con inscripciones en blanco y dorado "A los primeros mártires de la revolución social mundial" y, "Viva la hermandad de los obreros del mundo".
Todo el largo día duró la procesión.
Uno a uno los quinientos ataúdes fueron depositados en la fosa.
Y comprendí de pronto que el devoto pueblo ruso ya no necesitaba de sacerdotes que le abrieran el reino de los cielos. En la tierra, estaba estaba edificando un reino más brillante que el que pudiera ofrecer cualquier cielo, un reino por el cual era glorioso morir...
John Reed, Diez días que estremecieron al mundo, fragmentos.

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